La semana pasada estuve en un Simposio médico donde nos encontramos
varios colegas que egresamos a lo largo de estos últimos 30 años de nuestro postgrado de
Terapia Intensiva (o Medicina Crítica, como se le conoce en los medios médicos).
Además de ser un encuentro muy agradable y estar teñido de nostalgia por los
“viejos tiempos”, pude observar algunos detalles que llamaron mi atención.
Indudablemente muchos de los que asistimos a la reunión ya
estamos en la edad madura (algunos somos “adultos mayores” o de la tercera
edad), pero la mayor sorpresa no provino del paso del tiempo en nuestros
rostros y cuerpos, sino del visible efecto que el estrés del ejercicio profesional y la vida cotidiana ha tenido en
cada uno de nosotros. Algunos, siendo de edad igual o mayor, exhiben rostros
luminosos, y otros, en cambio, tienen rostros opacos, casi céreos.
Pocos de
nosotros, excepto los más jóvenes (y algunos son realmente muy jóvenes pues
apenas tienen uno o dos años de haber terminado su postgrado), están delgados y
en forma física. Pero no es allí donde radica, aunque contribuya, ese peso que
ejerce el estrés.
Las Unidades de Cuidados Intensivos son sitios llenos de bullicio: hay teléfonos que suenan a todas horas, beeps en monitores que revelan el ritmo cardiaco de los pacientes o su saturación de oxígeno, alarmas nos alertan de un malfuncionamiento, silbidos de equipos que suplantan la actividad respiratoria de los más enfermos o de muchos postoperados. Los familiares de los pacientes ejercen una fuerte presión, empujados por el miedo a perder a sus seres queridos o por la imposibilidad de enfrentar una cuenta hospitalaria cuantiosa. Para no hablar de la abrumadora presencia de la muerte o de las complicaciones, que asedian por igual a los pacientes, que luchan por sobrevivir, y al personal, que lucha por salvarlos.
Unidad de Cuidados Intensivos, Hospital Naval, USA. Public Domain, WikimediaCommons |
Tanto los médicos que trabajan con guardias y tienen a su cargo pacientes
críticamente enfermos, como los que tienen largas horas de consulta, son los que están más agotados. Esta cualidad depende un poco de
la falta de sueño y las largas horas de trabajo, pero mucho más del desgaste
emocional que genera luchar con montones de variables para mantener con vida
los pacientes hasta que mejoran (o mueren), y el difícil balance con la vida
personal.
Recuerdo una de nuestras primeras reuniones de egresados. A
nivel personal, el balance resultó deprimente, no teníamos vida familiar. Los
que no estaban divorciados, apenas veían a su familia, y cuando estaban en
casa, siempre se llevaban sus pacientes “a
cuestas”, lo que hace notablemente difícil cualquier relación
interpersonal.
Puedes decirme que está justificado: al fin y al cabo, se
espera que intercambiemos nuestra
vida personal por salvar vidas. Es un buen punto filosófico. Pero nuestras
familias no están precisamente de acuerdo.
Pero, ¿qué decir de las demás personas? ¿Qué les hace a sus
vidas personales la carrera profesional o la simple lucha por sobrevivir? ¿Qué
nos pasa cuando intercambiamos tiempo por dinero y entendemos, equivocadamente,
que el estilo de vida es todo, en términos de afluencia económica, a costa de un
sinnúmero de horas-trabajo?
John Maxwell, el bien conocido maestro del liderazgo, en sus
videos diarios de coaching A MINUTE WITHMAXWELL, es enfático al afirmar que “no podemos manejar el tiempo”, que es un mito que se promociona en empresas y organizaciones en general.
¿La
razón? No podemos hacer nada para hacer que un minuto dure más o menos de lo
que es: un minuto. Mientras estamos vivos, cada minuto que tenemos es igual al
otro en duración, lo que cambia es nuestra percepción del tiempo y cómo
manejamos nuestras prioridades para hacer unas cosas u otras en esos minutos.
Bien, éste no es un artículo sobre liderazgo. Es una
reflexión sobre cómo cobra precio el estrés
en nuestras vidas. Fuimos diseñados para que un estrés de corta duración
fuera el que nos impulsara a enfrentarnos o correr ante un peligro inminente;
hoy, el estrés está presente largas
horas y desgasta nuestras suprarrenales y nuestro fino balance hormonal, y va
oscureciendo nuestra vida con el deterioro de nuestras relaciones
interpersonales y con los efectos perjudiciales sobre nuestros órganos y sus
respectivas funciones. No sólo nos “arruga”
más, hace esas arrugas por fuera y por
dentro de nuestros cuerpos y nuestras vidas, potenciando un deterioro
progresivo de la calidad de nuestra existencia.
Buenos días,
ResponderEliminarHace días les envié un e-mail proponiéndoles una colaboración, pero no he recibido respuesta. Me preguntaba si lo han recibido. ¿Es ésta la dirección correcta a la que debo escribir?
Quedo a la espera de sus noticias y les saludo atte.
Liliana Contacto: web@roloeganga.com