Desde muy pequeña quise ser médico.
Recuerdo que me compraban muñecas y para desilusión de mi mamá, en vez de jugar
con ellas como hacen la mayoría de las niñas, yo las operaba.
Vengo de una familia inclinada
fuertemente a las matemáticas y mi papá deseaba que fuera ingeniero como él, y nada
parecía más fuera de lugar que el que yo quisiera ser médico, pues tenía una extraordinaria
facilidad para los números y la biología me aburría mortalmente.

En una de esas vacaciones cayó en mis
manos el libro CAZADORES DE MICROBIOS, de Paul de Kruif. ¡Ah, qué libro!
Todavía hoy mi corazón lo disfruta. Fui cada uno de sus héroes, descubriendo y
curando enfermedades.
Ahí decidí que yo también quería ser
investigadora. Hacer una diferencia en la humanidad, cumplir una misión.
Ciertamente no me convertí en una de ellos
porque mi primera visita al Instituto de Biología Experimental acabó con
mi corazón: no podía ni siquiera ver a los animalitos y saber que los iba a
torturar (aún en beneficio de la misma humanidad que yo quería salvar).
Las materias que lidiaban con
experimentos animales eran un suplicio para mí y sólo hacía las prácticas
indispensables para aprobar las materias que le correspondían. Eran pocas, en
verdad y gracias a Dios.
Mi pasión por ser médico era tal que a 14
años ya estaba haciendo prácticas. El único amigo real que tenía mi papá era un
médico con quien había compartido el viaje en barco hasta Venezuela. No sólo
era su amigo, sino el médico de la familia. Yo lo admiraba (¿idolatraba?)
inmensamente, y tan pronto como me lo permitió, empecé a rondar de habitación
en habitación en su clínica hasta terminar ayudando en quirófano, mucho tiempo antes de
entrar siquiera a la escuela de
medicina.
Mi papá solía decirme que mi éxito en la
vida (profesional) no iba a ser importante porque no sólo estaba dejando de lado
mi talento por los números sino además leía vorazmente y sin ninguna
orientación, en lo que él consideraba “una mente de Selecciones del Reader’s
Digest”, demasiado amplia y poco profunda. Yo leía indiscrimadamente y debe
haberle preocupado la mezcla del Tarzán de Borroughs con La Hora 25 de
Gheorghiu Virgil, Corín Tellado y Cazadores de Microbios, Historia de la Música
y Marcial La Fuente Estefanía, M. Delly y Luis de Camoes. ¡Menudo enredo para
una adolescente!
Hoy, cuando miro hacia atrás y veo cómo
he tocado cientos de temas que han llamado mi atención, puedo entender que
tengo una mente extremadamente curiosa, y que esa curiosidad es una fortaleza y
no una debilidad. No puedo medir mi éxito por mis ingresos o mi posición
social, pero sí puedo ver un médico poco común al que le gusta la literatura,
la computación, la comunicación, la electrónica, la música y la enseñanza, y que
ama profundamente la medicina; puedo medir mi éxito en las varias
especializaciones y estudios que he hecho, no por falta de enfoque (o de saber
en que palo ahorcarse, como reza el dicho popular), sino por una tenaz e inagotable
curiosidad.
El mundo de la internet me ha abierto la
posibilidad de investigar de manera casi ilimitada, así que he descubierto que
ese sueño de adolescente se ha convertido en realidad. No investigo con
animalitos, pero si con libros y publicaciones; puedo pasar horas en mi Ipad
leyendo; en la computadora revisando un sinfín de enlaces; aprendiendo técnicas para mejorar mi
capacidad de comunicación; haciendo diplomados y cursos a destiempo (ya tengo
más de 60 años).
Este blog, y otros que vienen en camino,
los talleres y conferencias que doy, la incorporación de tecnología para
enseñar a mis pacientes qué les pasa o cómo pueden sanar, son una expresión de cuán
bendecida me siento por Dios y de qué manera, al unir medicina, informática, enseñar a otros y dar rienda a mi parte
literaria, realizo, más que un sueño, una mezcla de ellos.
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