sábado, 14 de enero de 2012

Una Nota al Margen


Desde muy pequeña quise ser médico. Recuerdo que me compraban muñecas y para desilusión de mi mamá, en vez de jugar con ellas como hacen la mayoría de las niñas, yo las operaba.
Vengo de una familia inclinada fuertemente a las matemáticas y mi papá deseaba que fuera ingeniero como él, y nada parecía más fuera de lugar que el que yo quisiera ser médico, pues tenía una extraordinaria facilidad para los números y la biología me aburría mortalmente.

Mi entretenimiento favorito en vacaciones era leer horas interminables sin que me mandaran a dormir temprano (no, no era la televisión; en realidad, como al papá de Mafalda, también la televisión me llegó tarde).
En una de esas vacaciones cayó en mis manos el libro CAZADORES DE MICROBIOS, de Paul de Kruif. ¡Ah, qué libro! Todavía hoy mi corazón lo disfruta. Fui cada uno de sus héroes, descubriendo y curando enfermedades.
Ahí decidí que yo también quería ser investigadora. Hacer una diferencia en la humanidad, cumplir una misión.

Ciertamente no me convertí en una de ellos porque mi primera visita al Instituto de Biología Experimental acabó con mi corazón: no podía ni siquiera ver a los animalitos y saber que los iba a torturar (aún en beneficio de la misma humanidad que yo quería salvar).
Las materias que lidiaban con experimentos animales eran un suplicio para mí y sólo hacía las prácticas indispensables para aprobar las materias que le correspondían. Eran pocas, en verdad y gracias a Dios.

Mi pasión por ser médico era tal que a 14 años ya estaba haciendo prácticas. El único amigo real que tenía mi papá era un médico con quien había compartido el viaje en barco hasta Venezuela. No sólo era su amigo, sino el médico de la familia. Yo lo admiraba (¿idolatraba?) inmensamente, y tan pronto como me lo permitió, empecé a rondar de habitación en habitación en su clínica hasta terminar ayudando en quirófano, mucho tiempo antes de entrar siquiera  a la escuela de medicina.

Mi papá solía decirme que mi éxito en la vida (profesional) no iba a ser importante porque no sólo estaba dejando de lado mi talento por los números sino además leía vorazmente y sin ninguna orientación, en lo que él consideraba “una mente de Selecciones del Reader’s Digest”, demasiado amplia y poco profunda. Yo leía indiscrimadamente y debe haberle preocupado la mezcla del Tarzán de Borroughs con La Hora 25 de Gheorghiu Virgil, Corín Tellado y Cazadores de Microbios, Historia de la Música y Marcial La Fuente Estefanía, M. Delly y Luis de Camoes. ¡Menudo enredo para una adolescente!

Hoy, cuando miro hacia atrás y veo cómo he tocado cientos de temas que han llamado mi atención, puedo entender que tengo una mente extremadamente curiosa, y que esa curiosidad es una fortaleza y no una debilidad. No puedo medir mi éxito por mis ingresos o mi posición social, pero sí puedo ver un médico poco común al que le gusta la literatura, la computación, la comunicación, la electrónica, la música y la enseñanza, y que ama profundamente la medicina; puedo medir mi éxito en las varias especializaciones y estudios que he hecho, no por falta de enfoque (o de saber en que palo ahorcarse, como reza el dicho popular), sino por una tenaz e inagotable curiosidad.

El mundo de la internet me ha abierto la posibilidad de investigar de manera casi ilimitada, así que he descubierto que ese sueño de adolescente se ha convertido en realidad. No investigo con animalitos, pero si con libros y publicaciones; puedo pasar horas en mi Ipad leyendo; en la computadora revisando un sinfín de enlaces;  aprendiendo técnicas para mejorar mi capacidad de comunicación; haciendo diplomados y cursos a destiempo (ya tengo más de 60 años).

Este blog, y otros que vienen en camino, los talleres y conferencias que doy, la incorporación de tecnología para enseñar a mis pacientes qué les pasa o cómo pueden sanar, son una expresión de cuán bendecida me siento por Dios y de qué manera, al unir medicina, informática,  enseñar a otros y dar rienda a mi parte literaria, realizo, más que un sueño, una mezcla de ellos.


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